Un viaje por las variedades de queso que han conquistado paladares y mercados internacionales.
Por generaciones, los quesos mexicanos han sido más que un simple alimento: son testigos silenciosos de la vida en los pueblos, de la creatividad de las cocinas familiares y del ingenio rural que transforma lo simple en memorable.
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Desde el norte seco hasta las sierras del sur, cada queso encierra una parte del alma de México.
De norte a sur, un mapa de sabores
En Chihuahua, donde el viento levanta polvo entre los pastizales, nace uno de los más populares: el queso Chihuahua (también conocido como Menonita). Suave, semiduro, de color crema pálido, este queso ha sido perfeccionado por comunidades menonitas desde principios del siglo XX. Fundente y mantecoso, es el protagonista indiscutible de los quesos para fundir, ya sea en quesadillas, enchiladas o simplemente a la plancha.

Más al centro del país, en los estados de Guanajuato, Querétaro y el Bajío, se encuentra el queso ranchero o fresco: un queso blanco, desmoronable, hecho con leche de vaca. Es el toque final en los frijoles de olla, en los tlacoyos, en los chilaquiles. No es pretencioso, pero es esencial: como la abuela que nunca falla.
Oaxaca y su tesoro lácteo
Quizás el queso más emblemático y querido por los mexicanos sea el quesillo o queso Oaxaca. Originario de los Valles Centrales de Oaxaca, este queso de pasta hilada se forma a mano, en tiras largas que se enrollan como si fueran madejas de hilo blanco. Su sabor es suave, ligeramente salado, y su textura elástica lo hace ideal para fundirse entre tortillas de maíz recién hechas o para coronar una tlayuda.

Detrás de cada bola de quesillo hay un ritual: mujeres que, con las manos húmedas y sabias, estiran la cuajada con paciencia. Es una danza entre el agua caliente y la leche que se convierte en arte comestible.
Del trópico a la montaña: rarezas y joyas por descubrir
En Chiapas y Tabasco, el clima húmedo ha dado lugar al queso de hoja, una joya aún poco conocida fuera de la región. Este queso fresco se envuelve en hojas de plátano, que le transfieren un aroma vegetal y una presentación rústica, hermosa. Su textura es húmeda, su sabor recuerda a la leche recién ordeñada y es ideal para acompañar tamales o plátanos fritos.
Más al norte, en Veracruz, aún sobreviven versiones artesanales del queso de hebra, similar al Oaxaca pero con un toque salino más marcado. En Nayarit y Colima, pequeñas comunidades siguen elaborando queso Cotija, seco y añejo, que con el tiempo se vuelve duro, casi como un parmesano mexicano. Su sabor es potente, salado y umami: perfecto para rallar sobre una sopa caliente o sobre elote asado con chile.

Queso y memoria: una conexión emocional
Los quesos mexicanos no se entienden sin el campo, sin las manos que ordeñan al amanecer, sin las cocinas de leña ni los mercados donde se venden envueltos en servilletas bordadas. Cada tipo de queso no solo tiene una región, sino también una historia y una voz.
“Mi mamá hacía quesillo todos los domingos”, dice Doña Irma, artesana oaxaqueña de 63 años. “No teníamos refrigerador, pero nos duraba bien. Lo colgábamos en la cocina, y siempre sabía mejor al día siguiente”.
El queso, en México, es también una forma de cuidar, de ofrecer, de celebrar.
Del campo a las mesas del mundo
Hoy, algunos quesos mexicanos comienzan a ganar reconocimiento internacional. El Cotija ya tiene denominación de origen. Productores artesanales están elevando la calidad y la visibilidad del queso de hoja, el Oaxaca y otros. A pesar de la industrialización, el corazón de estos productos sigue siendo comunitario, humano, lento.
Porque el queso no solo se hace con leche. Se hace con tiempo, con memoria y con identidad.
Fuente: Para más detalles sobre los quesos mexicanos, consulta la nota original en Alternativo.
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